“El Estado soy yo”, sólo eso
faltó que dijera Felipe “Milhouse” Calderón en el discurso (que más que
discurso, por momentos parecía sermón dominical) que dio en la Biblioteca del
Congreso de los Estados Unidos, en Washington D.C.
Para aquellos quienes se
preguntan por qué lo digo, ahí les va la explicación. Pues resulta que nuestro
H. capitán del barco, afirmó que la providencia (término teológico que indica
la soberanía, la supervisión, la intervención o el conjunto de acciones activas
de Dios en el socorro de los hombres) quiso ponerlo en la presidencia para que
combatiera al crimen organizado (¡que me sirvan dos de lo que él estaba
tomando!). O sea, ¡¿ahora resulta que también Dios pensó que López Obrador era
un peligro para México?! Esos sí son debrayes y no pedazos.
Calderón se teletransportó (o lo
que se fumó lo colocó en una dimensión alterna, yo que sé) y por un momento
viajó al siglo XVIII y se sintió presidir alguna corte real europea, en los
momentos que los reyes afirmaban (y lo peor de todo, la gente lo creía) que era
la voluntad de Dios quien los colocaba en tan privilegiados puestos. Afortunadamente
la gente ya no lo cree (bueno, habrá algún despistado) y por el contrario, se
burla de quien se atreve a decirlo (y si no lo hacen, deberían, al menos de
Felipe porque o lo que dice no tiene sentido alguno o “la divina providencia” está
miope porque haberlo escogido precisamente a él no es de Dios).
Pero no sólo risa, sino pena me
da la forma en que se expresó Calderón, sobre todo por la talla de los
asistentes a la misa, digo, conferencia, entre quienes estaban los ex
secretarios de Estado, Henry Kissinger y James Baker; la directora del Fondo
Monetario Internacional, Christine Lagarde; y la Secretaria de Seguridad
Interna de EU, Janet Napolitano.
Calderón reconoció que se hablará
de violencia y del crimen organizado cuando se repase su gobierno, aunque se
justificó alegando que se puede observar un cambio en México al “aplicarse la
ley” (aunque no se sabe de qué ley hablaba, si de la ley fuga, la ley marcial,
la ley de “aquí mis chicharrones truenan). No cabe duda que el poder enloquece.
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